Leo un bello y breve libro de Alberto Manguel –del que todo leedor que se precie debería leer, dicho sea de paso, Una historia de la lectura–, Mientras embalo mi biblioteca. Una elegía y diez digresiones. Por alguna razón que nunca precisa, Manguel debió abandonar hace algunos años su casa y biblioteca en la campiña francesa. Preparar sus libros para la mudanza sirvió de pretexto a este libro. No debió ser tarea fácil, pues la colección de Manguel se compone de alrededor de treinta y cinco mil volúmenes, cifra no desdeñable para una biblioteca personal.
Estando yo mismo en el proceso de finalmente reunir mi modesta biblioteca en un solo lugar, luego de años de pequeñas bibliotecas dispersas, no me ha costado trabajo empatizar con Manguel. El que lleva a cabo una tarea semejante aspira a que la organización sea definitiva, pero una de las lecciones del libro es que esto bien puede resultar una ilusión (y, en el fondo, siempre lo es, pues el destino de las bibliotecas es azaroso y su vida rebasa por mucho la nuestra; quién sabe cuál será la suerte final de nuestros libros).
Empacar y desempacar libros es una tarea ardua, melancólica y gozosa (y muy cansada). La vida entera desfila rápidamente frente al que embala y desembala sus libros. Bien lo sabe Manguel:
Cada una de mis bibliotecas es una especie de autobiografía de muchas capas y cada libro alberga el instante en que lo leí por primera vez… El libro que saco de la caja que se le había asignado, en el breve momento previo a otorgarle el sitio que le corresponde, de pronto se convierte en mi mano en un símbolo, en un recuerdo, en una reliquia, en una muestra de ADN a partir de la cual puede reconstruirse un cuerpo entero.
Hay lectores –grandes lectores– que no aspiran a formar bibliotecas y que tienen relativamente pocos libros. Borges, como recuerda Manguel, sería el ejemplo máximo. Uno se lo imaginaría rodeado de libros en su casa, pero no era el caso; apenas unos cuantos libreros. Yo sé de escritores –buenos escritores– con poquísimos libros y poco apego material a los libros. Los admiro, pero no los envidio nada. Quizá el lector más sabio sea aquel que lee muchos libros (o más bien pocos, profundamente) y que no le importa poseer ninguno, porque sabe que los verdaderamente importantes los ha incorporado a su ser. Quizá sea una muestra de debilidad y hasta de manía juntar libros que no necesariamente nos harán mejores ni más inteligentes. Acepto plenamente esa posibilidad; seguiré comprando libros.
El final de libro de Manguel, verdaderamente elegíaco, es magistral, al mismo tiempo melancólico y esperanzador:
¿Cuáles secciones de mi desmantelada biblioteca sobrevivirán y cuáles se volverán obsoletas? ¿Qué alianzas inesperadas se formarán entre mis volúmenes guardados en cajas una vez que estén ubicados en su nuevo sitio? ¿Qué etiquetas nuevas surgirán en los estantes, ahora que las antiguas se han descartado? ¿Seré yo, su lector habitual, quien se pasee entre las pilas de la biblioteca, satisfecho por recordar un título por aquí y sorprendido de encontrar otro por allí? ¿O será mi espíritu el que rondará en silencio la próxima encarnación de mi biblioteca? “En ma fin gît mon commencement.” “En mi final está mi principio”, se dice que María Estuardo, la reina de Escocia, había bordado en su ropa cuando estaba en la cárcel. Ese parece un lema adecuado para mi biblioteca.