Robert de Montesquiou, profesor de Belleza



Leo Profesor de belleza, que incluye textos de Robert de Montesquiou y Marcel Proust. Es bien sabido que el primero inspiró al segundo el Barón de Charlus de En busca del tiempo perdido (también, supuestamente, habría servido de modelo al Des Esseintes de Huysmans, de lo que ya se quejaba el aludido).

Marie Joseph Robert Anatole de Montesquiou-Fézensac (1855-1921) fue miembro de una de las casas más antiguas de la nobleza francesa. Fue también crítico de arte y poeta (más bien mediocre, según sus detractores), pero, sobre todo, un esteta y un artista del dandismo, esa religión del fin de siècle. Bien lo constatan sus decenas de retratos –hechos por Whistler, Boldini y Doucet, entre otros– y algunas fotografías, como la de arriba. Como quería Wilde, ejerció más el arte en su persona que en su obra. Proust, snob hasta la médula (véase, si no, el texto “Fiesta literaria en Versalles”, aquí incluido), babeaba de admiración frente a él e intentó granjearse su simpatía y amistad. Presiento que al conde el pequeño Marcel le habrá caído más o menos en gracia y lo trataría con cierta condescendencia.

Curiosamente, Proust parece muy preocupado por la fama de decadente de Montesquiou, que es precisamente la que lo hace más interesante a nosotros: “es un ámbito atractivo, pero limitado, y que cada vez parece estar más abierto a todo el mundo. La elegancia y el pecado no son cosas profundas. El satanismo es bastante fugaz y el dandismo también. Las verdaderas realezas deben basarse en un nacimiento de más alta cuna o en una conquista más inmaterial. Suponiendo incluso que nadie lo llegase a destronar, el señor de Montesquiou, si solo fuese eso, solo sería un ejemplar extravagante y suntuoso representativo del joven contemporáneo insustancial”.

Quizá Montesquiou no era solo un dandy decadente, pero era principalmente eso, y no está mal. No todo mundo puede ser Byron. Quizá el texto que mejor lo revela es “Nosmet”, incluido originalmente en el pascaliano Los juncos pensantes. Allí, a propósito de D’Anunzzio, otro dandy maldito, Montesquiou razona sobre la incomprensión que rodea a la individualidad y recurre a Goethe, a Baudelaire, a Leopardi y, cómo no, sobre todo a Stendhal, príncipe del Individualismo: “He vivido lo suficiente para saber que la diferencia engendra odio”, “No se engañe. Los hombres ven que no lo complacen dirigiéndole la palabra”, “No podía gustar, era demasiado diferente”, etc.

Sí, tal vez no fue, como a su idólatra le hubiera gustado, un gran crítico o un poeta inmortal, pero fue sin duda un devoto de la Belleza, a la vez discípulo y profesor, que en cierta forma es siempre efímera. Un solo verso suyo basta para explicarlo y justificarlo: “soy el soberano de las cosas transitorias…”.

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