Al leer a Nicolás Gómez Dávila (Colombia, 1913-1994), se tiene la impresión inmediata de estar frente a un clásico. La algarabía y la banalidad de la actualidad han quedado atrás, como un rumor de fondo casi inaudible; hemos entrado a espacios más amplios, reposados, en donde el tiempo transcurre de otro modo, más lento, y en donde la lectura y la escritura –en suma, la inteligencia– maduran sus frutos sin prisas y los entregan redondos, depurados, ajenos al tumulto y la precipitación del exterior (recuerdo ahora unos versos de Góngora sobre la maduración exacta: “la pera, de quien fue cuna dorada / la rubia paja y, pálida tutora, / la niega avara y pródiga la dora”).
En las antípodas del escritor ansioso de reconocimiento o del pensador que anhela la celebridad, Gómez Dávila construyó casi en secreto durante cuarenta años (su primera publicación, por cierto hecha en México, data de 1954) la que hoy resulta claro que es una de las obras más originales y profundas del pensamiento y el idioma español del siglo XX. Como Marco Aurelio, como Montaigne, no se prodigó en diversos libros y concentró prácticamente todos sus esfuerzos en uno solo, dado a conocer con discreción a lo largo de los años en varios volúmenes: Escolios a un texto implícito (1977-1992), ya publicados en su momento por Atalanta, del que este Breviario es un muestrario. Si ya de por sí los Escolios son la quintaesencia de un pensamiento, este libro es como la quintaesencia de la quintaesencia.
El escolio es un comentario a un texto (del latín medieval scholium, que deriva del griego σχολή, de donde vienen ‘escuela’ y ‘escolástico’, lo que no deja de ser paradójico considerando la animadversión de Gómez Dávila, no exenta de razones, hacia la universidad y la escolástica). En principio, el escolio no es muy largo, es una nota, aunque ya sabemos que hay notas al pie que pueden extenderse indefinidamente (Anthony Grafton tiene un estupendo librito al respecto, Los orígenes trágicos de la erudición). Sin embargo, el escolio, en rigor, debería ser lo más puntual posible, no un vanidoso despliegue de erudición. En su mejor forma, el escolio debería ser prácticamente un aforismo, y eso es precisamente lo que son los escolios de Gómez Dávila. El aforismo, pese a su apariencia sencilla, es un género extremadamente arduo, propio de inteligencias excepcionales (y, cuando un necio se atreve con él, pocos géneros exhiben tan fácilmente su tontería). En español no abundan los aforistas, pero existe una autoridad incontestable, Baltasar Gracián, admirado por Schopenhauer y Nietzsche, que también practicaron el género. La genealogía aforística de Gómez Dávila no se limita a una sola tradición nacional o lingüística y es íntegramente europea u occidental. A los autores de lengua alemana ya citados, habría que agregar el nombre de Lichtenberg, pero también a los franceses Pascal y La Rochefoucauld, y al italiano Leopardi.
Nicolás Gómez Dávila fue un pensador sólidamente reaccionario (“reaccionario auténtico”, hubiera dicho él, ya veremos lo que entendía por esto). Esta palabra sigue siendo, para muchos, anatema. Fascinado aún por el mito ilustrado y decimonónico del progreso, prácticamente todo biempensante moderno se considera y declara progresista. ¿Qué es ser un progresista? Digamos, en términos generales, que es alguien que quiere ir hacia adelante, que quiere avanzar y, más importante aún, que tiende a creer que todo aquello que está por delante es necesariamente mejor que lo que se ha dejado atrás. Un reaccionario, por el contrario (y otra vez en términos generales), es alguien que quiere regresar a un estado anterior de las cosas, que juzga preferible. Desde luego, ser enteramente un progresista o enteramente un reaccionario son en el fondo dos formas muy parecidas de la irracionalidad (aunque en este momento de la historia y desde hace, por lo menos, un par de siglos, la necedad dominante sea la progresista). Supongamos un caminante en una senda cualquiera; ha caminado mucho y visto varios tipos de paisaje. Supongamos que de pronto pensara: “todo lo que esté por delante debe ser necesariamente mejor que lo que he dejado atrás”, o bien, “lo que dejé atrás es por necesidad mejor que lo que está adelante”. ¿No nos parecerían ambos juicios un tanto infundados? ¿Cómo saberlo con certeza? Es probable que por delante encuentre algunas cosas mejores y otras peores, pero difícilmente que todo sea absolutamente mejor o peor. La necedad moderna, como ya observé, es abrumadoramente de corte progresista, y es por eso la más necesitada de crítica, y la que de hecho vuelve atractivos algunos planteamientos conservadores o reaccionarios.
Ahora bien, el reaccionarismo de Gómez Dávila no es, desde luego, un simple reaccionarismo político o social de quien añora privilegios perdidos, y posee una causa mucho más profunda. Aquí es cuando resulta indispensable la lectura de uno de los pocos textos “largos” (unas cuantas páginas) del autor, el ensayo “El reaccionario auténtico”. Allí, Gómez Dávila confronta la figura del reaccionario a la de dos tipos de progresistas, el radical y el liberal. El primero, que identifica razón y necesidad y considera la historia como epifanía de la razón, reprocha al reaccionario que condene un hecho que debe ser admitido como necesario; el segundo, para el que razón es libertad y piensa la historia como realización de dicha libertad, que, si no está de acuerdo, se resigne y no actúe en contra. Pero el “reaccionario auténtico” de Gómez Dávila está más allá de estas disputas porque su razón de ser está fuera de la historia; no es ni siquiera un conservador, pues este mira al pasado, o sea, a la historia. Para decirlo de una vez y con sus propias palabras: “el reaccionario escapa a la servidumbre de la historia, porque persigue en la selva humana la huella de pasos divinos… el reaccionario no es el soñador nostálgico de pasados abolidos, sino el cazador de sombras sagradas sobre las colinas eternas”. Esa idea divina es la piedra fundacional de todo el reaccionarismo gómezdaviliano.
Hay otro sentido, más básico, en que Gómez Dávila es un reaccionario. Este, en principio, es aquel que reacciona al acto de otro. Y los Escolios son básicamente eso: reacciones a los dichos e ideas de otros, de Platón en adelante, cubriendo prácticamente toda la cultura occidental. Gómez Dávila, es fama, se pasó buena parte de su vida encerrado en su biblioteca bogotana de más de treinta mil volúmenes leyendo atentamente a los principales autores, dialogando con ellos, y haciéndoles observaciones, reaccionando a ellos, comentándolos. El escoliasta es, ante todo, un lector que reacciona. El célebre y misterioso texto implícito al que hace referencia el título de su obra es, quizá, el compuesto por todas las mayores obras del pensamiento occidental. Leyéndolo, no pude dejar de recordar un fragmento del Libro del desasosiego de Pessoa: “todo cuanto el hombre expone o expresa es una nota al margen de un texto completamente apagado. Más o menos, por el sentido de la nota, extraemos el sentido que había de ser el del texto; pero queda siempre una duda, y son muchos los sentidos posibles”.
Fernando Savater, un progresista diametralmente opuesto al colombiano, se admiraba de cómo, no compartiendo prácticamente ninguno de sus axiomas, podía estar de acuerdo en tantas de sus conclusiones. Pero es que no hace falta compartir la fe de Gómez Dávila para compartir muchas de sus críticas a la Modernidad, algunas de las cuales pueden hacerse desde un punto de vista estrictamente antiguo, clásico. En lo personal, repudio también varios de sus fundamentos, empezando por la creencia en el pecado original, quizá la ocurrencia más nociva y absurda que ha tenido el hombre (y que, como en Pascal, no es más que una petición de principio), pero no es difícil concordar con las críticas al mundo en que vivimos.
El Breviario de escolios, abierto en cualquier página al azar, nos depara varios hallazgos memorables. Para concluir esta reseña, que no pretende otra cosa que ser una invitación a Gómez Dávila, transcribo una decena, de los más breves, para que el lector se de una idea:
“Aducir la belleza de una cosa en su defensa, irrita al alma plebeya”.
“Las ideas confusas y los estanques turbios parecen profundos”.
“Llamamos egoísta a quien no se sacrifica a nuestro egoísmo”.
“Dudar del progreso es el único progreso”.
“El pueblo no elige a quien lo cura, sino a quien lo droga”.
“El escepticismo es la humildad de la inteligencia”.
“Todo escritor comenta indefinidamente su breve texto original”.
“La virtud que no duda de sí misma culmina en atentados contra el mundo”.
“La serenidad es el fruto de la incertidumbre aceptada”.
“Hay que escribir en voz baja”.
Publicado originalmente en http://www.criticismo.com/breviario-de-escolios/