Memorias de un leedor, III. «¿A ti también te gusta Sherlock Holmes?»



Después de Alicia y el Quijote, durante mucho tiempo fui lector básicamente de un solo libro: Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle. Un día, supongo que a mediados de los ochenta, me regalaron dos volúmenes de la colección Club Joven de Bruguera (cuyos modestos libros de bolsillo, en la benemérita serie Libro Amigo, tendrían posteriormente un papel crucial en mi biografía lectora): Platero y yo, de portada roja con un hombre echado en un prado y Platero al fondo, y El misterio del valle de Boscombe y otras aventuras de Sherlock Holmes, de tapa amarilla con una ilustración a colores de Holmes y Watson.

Intenté leer Platero y yo y me pareció soso y aburridísimo. Durante años tuve prejuicios contra Juan Ramón, que después me deslumbraría, por culpa del bendito burro, “pequeño, peludo, suave”. Con el libro de Conan Doyle, en cambio, me sucedió todo lo contrario: me fascinó a la primera lectura y lo leí docenas de veces. Mis padres advirtieron mi afición y poco después me regalaron los dos volúmenes de Sherlock Holmes en la editorial Aguilar, en pasta dura color rojo y letras doradas. El primero tenía en la esquina una viñeta de un sabueso (el de los Baskerville, naturalmente) y, el segundo, una de Holmes con gorra y pipa. Durante años esos fueron, metafórica y literalmente, mis libros de cabecera, pues los tenía ahí, arriba de mi cama, y los abría en la noche a la menor provocación.

Esa es precisamente la imagen que evoco ahora: no puedo dormir o despierto a media noche (era un niño con muchos miedos nocturnos; mis favoritos, en ese entonces, una catástrofe en una planta nuclear o la condenación eterna); sé que si no hago nada y me dejo llevar por mis pensamientos, la cosa va a ir a peor. Enciendo la lámpara –una lámpara color naranja que está ajustada con una pinza a la cabecera– y elijo uno de los tomos de Aguilar. Empiezo a leer cualquier aventura y al poco tiempo todo temor ha desaparecido y estoy completamente inmerso en la lectura. Holmes me ha salvado de nuevo. Este es el inicio, creo, de una relación, no siempre grata ni de tan fácil solución, entre insomnio y lectura. ¿Cuántos libros no hemos leído porque el sueño se niega a venir? A veces, sin embargo, ni la lectura puede rescatarnos de ese pozo sin fondo. Tenía razón Borges al observar que el insomne se sabe culpable: culpable de velar mientras los otros duermen. La lectura palia o ayuda a sobrellevar esa culpa. Es una imagen canónica del lector: el lector insomne, el que descifra signos en la página porque no puede descifrar la noche.

 

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