Nietzsche: advertencia a filólogos

Nietzsche, ya se sabe, fue filólogo antes que filósofo (en el prefacio a Aurora dio una memorable definición de filología: “el arte de la lectura lenta”). Nunca dejó de apreciar la filología, pero siempre tuvo claro su carácter auxiliar, subordinado, lo que a veces suele olvidarse en su práctica más especializada, erudita y quisquillosa. El filólogo no es otra cosa –no debe aspirar a ser otra cosa– que el siervo del texto, y no debe olvidar nunca la distancia que lo separa del autor. Esto es lo que le recuerda al gremio en La gaya ciencia (102):

La filología existe para afianzar continuamente esta creencia: hay libros tan valiosos y reales que requieren el empleo necesario de generaciones enteras de eruditos, siempre y cuando mediante su esfuerzo conserven estos libros en un estado limpio e inteligible. Ello presupone la existencia de esos escasos hombres (aunque no se los vea de inmediato), que verdaderamente saben utilizar libros tan valiosos: –los mismos, de hecho, que escriben esos mismos libros o podrían escribirlos. ¿Qué quiero decir con esto? Que la filología presupone una noble creencia: que a favor de unos pocos, que siempre “han de llegar” y no están allí, necesita hacerse previamente una gran cantidad de trabajo desagradable e incluso sucio: es todo un trabajo in usum Delphinorum.

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Spinoza, Ética. Notas de un ignorante

Con reserva, con cautela, con humildad, sin la pretensión de entender por completo, leí hace poco la Ética de Spinoza y, para acompañarla, el Spinoza de Alain. Goethe, se dice, se encerró seis meses para leerla y regresó con una frase: “todo hombre es eterno en su lugar”, sentencia que solo cobra su pleno y profundo sentido al terminar la quinta parte, “De la potencia del entendimiento o de la libertad humana”. No poseo, desde luego, ninguna frase como la de Goethe; solo algunas impresiones que consigno aquí sin pretensión alguna. Primera, y la que me vuelve más simpático a Spinoza, es que pueda ser considerado, en sentido estricto, un filósofo de la alegría, acaso como todo verdadero filósofo, empezando por Sócrates:

Pues nada, fuera de una torva y triste superstición, prohíbe deleitarse. ¿Por qué, en efecto, va a ser más honesto apagar el hambre y la sed que expulsar la melancolía? Esta es mi norma y así he orientado mi ánimo. Ni un numen ni otro que no sea un envidioso, se deleita con mi impotencia y con mi desgracia, ni atribuye a nuestra virtud las lágrimas, los sollozos, el miedo y otras cosas por el estilo, que son signos de un ánimo impotente; sino que, por el contrario, cuanto mayor es la alegría de que somos afectados, mayor es la perfección a la que pasamos, es decir, más necesario es que participemos de la naturaleza divina (4, 45, esc. 2).

Como Montaigne, aunque por distintas vías, Spinoza nos exhorta a “gozar lealmente nuestro ser” (Ensayos III, XIII). En el mismo sentido va 4, 67: “El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es meditación de la muerte, sino de la vida”. En efecto, filosofar no es aprender a morir, como pensó en un principio el Señor de la Montaña siguiendo dócilmente a Séneca, sino, como afirmaría más tarde, aprender a vivir.

Segunda, la convicción, perpleja y no exenta de melancolía, de que Spinoza escribió su obra para seres extremadamente más racionales y bondadosos que nosotros. Y de aquí nace un segundo asombro: ¿cómo habrá sido este hombre?, ¿cómo vive alguien que realmente piensa y actúa de este modo, que rechaza toda forma de odio y busca, incluso, transformarlo en amor?

Tercera, el afán, tan judío y tan bien percibido por Borges en los poemas que le dedicó (“alguien construye a Dios en la penumbra”), de salvar la idea de Dios, de seguir creyendo en Él de algún modo (y si alguna idea de divinidad tiene sentido es, por supuesto la expuesta admirablemente en la primera parte).

Cuarta, la persistencia en la idea de la inmortalidad, quizá la ilusión más cara de la filosofía (también desde Sócrates): “el alma humana no puede ser totalmente destruida con el cuerpo, sino que permanece algo de ella que es eterno” (5, 23). No se trata, claro, de la inmortalidad personal concebida anteriormente, pero sigue siendo una forma de la inmortalidad.

La segunda, desde luego, ya había sido prevista y refutada por Spinoza en el último escolio:

Pues el ignorante, aparte de ser zarandeado de múltiples maneras por causas exteriores y no gozar nunca de la verdadera tranquilidad del ánimo, vive además como inconsciente de sí mismo y de Dios y de las cosas; y tan pronto deja de padecer, deja también de existir… Y si el camino que he demostrado que conduce aquí, parece sumamente difícil, puede, no obstante, ser hallado. Difícil sin duda tiene que ser lo que tan rara vez se halla. Pues, ¿cómo podría suceder que, si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera ser encontrada sin gran esfuerzo, fuera casi por todos despreciada? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro.

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Plutarco: elogio de la educación

Leo la Moralia de Plutarco, el libro clásico más cercano al moderno ensayo y uno de los más gratos de la Antigüedad. El primer volumen de la edición que manejo (Gredos) es buen ejemplo de su diversidad: “Sobre la educación de los hijos”, “Cómo debe escuchar el joven la poesía”, “Cómo distinguir a un adulador de un amigo”, “Sobre la abundancia de amigos”, etc. No en balde era una de las obras favoritas de Montaigne (en la célebre traducción francesa de Jacques Amyot). En el primer texto encuentro este, uno de los mayores elogios de la educación y sus bases, la razón y la palabra:

Resumiendo, pues, digo (y podría parecer con razón que estoy pronunciando oráculos más que dando consejos) que en estas cosas el único punto capital, primero, medio y último, es una buena educación y una instrucción apropiada, y afirmo que estas cosas son las que conducen y cooperan a la virtud y a la felicidad. El resto de los bienes son humanos y pequeños y no son dignos de ser buscados con gran trabajo. Un linaje bueno es una cosa bella, pero es un bien de nuestros antepasados; la riqueza es preciosa, pero es un don de la fortuna… la gloria sí es una cosa magnífica, pero insegura; la belleza es disputada, pero dura poco tiempo; la salud es una cosa valiosa, pero mudable; la fuerza del cuerpo es algo envidiable, pero es presa fácil de la enfermedad y la vejez… Mas la instrucción es lo único que en nosotros es inmortal y divino. Y dos son los bienes en la naturaleza humana superiores a todos: la razón y la palabra. Y la razón domina la palabra y la palabra obedece a la razón que no se somete a la fortuna ni puede ser arrebata por la calumnia ni se destruye con la enfermedad y es indemne a la vejez.

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Leer como un profesor de Thomas C. Foster

Todavía el año pasado me topé con un libro que, apenas visto el título, me sentí casi obligado a comprar, aunque no conociera al autor: Leer como un profesor de Thomas C. Foster. Siendo básicamente uno, me preguntaba qué querría decir con eso. En principio (y solo en principio), un profesor de literatura, más si es aparte un crítico, es un lector más avezado que el lector común: más profundo, más amplio, más escrupuloso, más perspicaz. Pensé, de entrada, que sería la típica colección de ensayos sobre una serie de autores y obras, pero es algo distinto a eso. Es una suerte de muy diversa y didáctica “gramática de la literatura”: “una serie de convenciones y modelos, códigos y reglas que aprendemos para encarar un texto escrito”. Foster –ahora sé que es profesor de literatura en la Universidad de Michigan y tiene su propio sitio de internet: http://thomascfoster.com/index.htm – expone un conjunto de tópicos literarios, sobre todo narrativos (el viaje, el vampiro, la nieve, la ceguera, etc.), y analiza su significado. Su técnica de lectura, en este sentido, es fundamentalmente retórica y simbólica, aunque tenga también algunos capítulos dedicados a cuestiones de historia literaria (Shakespeare, la Biblia). El libro está escrito en un tono llano y coloquial, pero que no deja de ser profesoral, no del profesor que dicta cátedra, sino del que quiere ser accesible y didáctico. A veces se le va la mano, como cuando recurre al formato de preguntas y respuestas o de plano pone en negritas la lección del capítulo. Sin embargo, que el libro de un profesor parezca de un profesor no es un defecto mayor. Yo destacaría el sentido común de Foster, su genuino amor por las letras y amplia vocación de lectura (Dios sabe que eso no se puede decir  de todos los profesores que escriben un libro), su amabilidad con el lector común. A pesar de sus intenciones, el libro de Foster más bien me ha hecho reafirmar que, si bien pueden encontrarse consejos útiles aquí o allá, desde luego no hay recetas para convertirse en un gran lector, que la lectura es una experiencia individual y acumulativa (con aspectos que pueden ser compartidos y enseñados, pero intransferible en su esencia y su totalidad) y que para “leer como un profesor” –no se diga para ser un lector maestro, al que pondría por encima del mero profesor– no hay atajos posibles. Solo el tiempo hace maestros de lectura.

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Montaigne, filósofo

Empecé el año leyendo de un tirón en un vuelo un librito de André Comte-Sponville, al que desconocía, cuyo título me atrajo de inmediato: Montaigne y la filosofía. Con el Señor de la Montaña aplica la máxima de que sus amigos son mis amigos; si alguien siente simpatía por él, ya tiene la mía. Comte-Sponville comienza reivindicando para Montaigne el título de filósofo, que con frecuencia se le escamotea. Se le considera solo un escritor, un ensayista. Él mismo, claro, negaba serlo: “no soy filósofo” (III, 9). Pero lo era, “si entendemos por filosofía, como se debe, no la picota de los sistemas o el polvo de la erudición, sino el movimiento del pensamiento vivo, cuando se enfrenta a lo esencial y a sí mismo… filosofamos para vivir, o para aprender a vivir, y solo esto es filosofar de verdad”. Montaigne, claro está, no era un filósofo a la manera de un Kant o un Aristóteles, hombres de sistema, sino de Sócrates o Séneca, y quiero pensar que aún estamos dispuestos a conceder que éstos lo eran.

Montaigne, dice Comte-Sponville, “filosofa como ya nadie, parece, se atreve a filosofar: a la antigua, en primer grado y en primera persona, expuesto a todos los riesgos”. Enfatiza, acertadamente, que en Montaigne la sabiduría está fundida con la vida, es su vida (como la de los ilustres ejemplos citados arriba), pero quizá se le pasa un poco la mano remarcando el carácter personal de esa filosofía (“la sabiduría de Montaigne solo vale para Montaigne”), cuando precisamente su gran virtud es haber mostrado lo que puede haber de general y compartido en una experiencia particular. Montaigne salió a buscarse a sí mismo, pero en cierta forma nos encontró a todos. Por otro lado, ve muy bien el núcleo de la sabiduría montañesca: la acción y el placer. Los Ensayos no son más que una exhortación al movimiento y al gozo. No esperes, no te quedes quieto, nos dicen todo el tiempo: actúa, muévete y disfruta. “Montaigne, a su vez, se entrega por entero a lo que hace, acción o paseo, y  no deja que sus sueños de felicidad arruinen su felicidad… La sabiduría solo comienza para el que deja de imaginarla”.

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