El libro maldito de Dorian Gray

Dorian Gray no sería, seguramente, un gran lector. Dedicado como estaba a hacer de su propia vida una obra de arte, pasar demasiado tiempo leyendo le habría parecido, con razón, una pérdida de tiempo. Leería un poco de vez en cuando, muy selectamente, como el gentleman que era. Sin embargo, hay un libro decisivo en su vida, uno de esos libros destinados, que cambia su vida y lo hace lo que es, y que nos autoriza a considerarlo un leedor. El libro –manzana envenenada– es el obsequio de Lord Henry Wotton y, aunque Wilde nunca menciona su título, es claro que es un trasunto de À rebours de J. K. Huysmans (a quien Houellebecq resucitó hace poco en Sumisión): “Era el libro más extraño que había leído nunca… Era una novela, sin intriga, con un solo personaje, realmente un simple estudio psicológico de un joven parisiense que se pasaba la vida intentando realizar en el siglo XIX todas las pasiones y las maneras de pensar de otros siglos, excepto el suyo, y resumir en él mismo los estados de ánimo porque pasó, amando, por su mera artificiosidad, aquellas renunciaciones que los hombres llamaron neciamente virtud, así como esas rebeliones naturales que los hombre llaman todavía pecados”.

La relación que Dorian establece con él es la del auténtico leedor, vital y obsesiva, más allá del mero entretenimiento, lo que queda claro cuando dialoga con Lord Henry que, lector superficial, le dice que sabía que iba a gustarle y Dorian responde: “No digo que me haya gustado, Harry. Digo que me ha fascinado. Hay una gran diferencia”. En lo sucesivo, lo lee y lo relee, compra varios ejemplares, los manda empastar de diversos colores para que concuerden con sus estados de ánimo, etc. Como todo verdadero lector, ya no está leyendo a alguien más, sino a sí mismo: “Y, en  verdad, el libro entero parecíale contener la historia de su propia vida escrita antes que él viviese”.

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La libertad de Jonathan Franzen

Me animo a leer finalmente Freedom de Jonathan Franzen, la novela sensación de la literatura norteamericana hace algunos años que supuso la entronización de su autor (portada del Time incluida). Confirmo un par de cosas: primera, la obsesión de nuestros vecinos por la great american novel, la magna obra narrativa que los sintetice y los retrate, como si a la grandeza novelística solamente se pudiera acceder a través del gran fresco social e histórico (la novela que han leído en Fitzgerald, Sinclair Lewis, Bellow, Roth, Updike, Franzen…); segunda, muchas veces observada, su ensimismamiento histórico, literario y novelesco. Descubro otra: Franzen es, en efecto, un gran novelista (algo anacrónico, quizá, pero extraordinario narrador). Freedom es una gran novela al estilo de las grandes novelas del siglo XIX, realistas y psicológicas. La cuestión que uno no puede dejar de preguntarse es si los albores del siglo XXI son el momento para escribir otra gran novela decimonónica. ¿Cuánto tiempo durará ese modelo? ¿Se puede ir más lejos en esa dirección de lo que ya se fue? No puedo dejar de hacer esos reparos, igual que no puedo dejar de admirar la destreza narrativa realista y psicológica de Franzen, que se ha ganado el derecho a afirmar que Rojo y negro es su libro favorito (el buen stendhaliano reconocerá en el personaje de Jenna la huella de Mathilde de La Mole). Franzen es, sobre todo, un prodigioso constructor de personajes. Walter, Patty, Joey, acaban siendo de esos contados personajes literarios que al lector parecen más reales que sus semejantes de carne y hueso. El autor, por su parte, desaparece en su obra como Dios en su creación, a lo Flaubert. Pero está ahí, por ejemplo, en la demoledora crítica al mito norteamericano por excelencia, el de la libertad. No es libertad, nos dice: muchas veces es ambición, es egoísmo, es resentimiento, es irresponsabilidad. Si cada uno de nosotros va a hacer enteramente lo que le dé la gana, siempre habrá otro que pague las consecuencias.

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Bioygrafía

Borges, ya se sabe, descreía de la biografía: “que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía”, escribió en Evaristo Carriego. En el mundo de las letras –y la historia y la biografía son parte de él, aunque haya no pocos historiadores y biógrafos que parecen empeñados en desmentirlo con una prosa indigesta–, la vocación del biógrafo es muy rara. ¿Por qué dedicar la propia vida a contar la vida de otros? En casos extremos –pienso en Leon Edel y Henry James, George Painter y Proust, Joseph Frank y Dostoievski, obviamente Boswell–, una sola vida; investigada, reconstruida, pensada, imaginada hasta la obsesión. No es la menor de las patologías literarias. Un biógrafo de raza no es ave menos rara que un poeta o un novelista genuinos, si bien, como el crítico, en principio más modesta: ambos se deben a alguien más y están al servicio de su mejor comprensión. Sin embargo, narrar una vida, transmitir la vitalidad y la complejidad de una existencia individual, no es tarea menos ardua, literariamente, que la escritura de una obra novelesca. No bastan las cualidades del investigador histórico, que son indispensables: hace falta la penetración del psicólogo y el estilo del verdadero escritor. Una biografía es –debe ser– una obra de arte literario o corre el riesgo de convertirse en una mera cronología.

            Lamentar la penuria del género biográfico en español es prácticamente un tópico y no por eso menos cierto. Nos hacen falta biografías de todo tipo de personajes, escritores incluidos, claro. Por eso es bienvenido cualquier intento serio de intentar llenar esta laguna. Son contados los escritores modernos de lengua española que cuentan con buenas biografías (García Lorca, Borges, Neruda, García Márquez, entre otros pocos; anteriores, en México, habría que destacar a sor Juana y fray Servando, que cuentan con los trabajos de Paz y Domínguez Michael). Por esta razón, pero, sobre todo, por mi particular devoción por Bioy, uno de los autores que me hizo lector, me entusiasmó la aparición de Bioygrafía. Vida y obra de Adolfo Bioy Casares (el subtítulo es excesivo porque no se trata, en realidad, de un estudio de la obra) de Silvia Renée Arias, que de ahora en adelante tendrá el mérito de ser su primera biógrafa. Mi entusiasmo, sin embargo, fue languideciendo mientras la lectura avanzaba. Es una biografía ordenada, documentada, correcta (excesivamente correcta, quizá; habría que recordar la frase de Lytton Strachey: “la discreción no es la mejor parte de la biografía”), pero sin mucha vida, el meollo del género. ¡Cuánta más hay en las Memorias o en los diarios (Descanso de caminantes) del propio Bioy! Su figura no alcanza a cobrar una realidad convincente en estas páginas, pues, en definitiva, toda buena biografía construye un personaje. Enrique Krauze, que ha pensado y practicado el género como probablemente nadie lo ha hecho en español, observa dos elementos clave en El arte de la biografía: el primero, presente desde Plutarco, el gusto por lo particular, la atención al detalle en el que se revela una personalidad entera (una costumbre, un dicho, una anécdota mínima; es por las digresiones, decía Bioy, que entra la vida a la literatura, y es por este tipo de minucias, diría yo, que entra la vida a la biografía); el segundo, y que más se echa de menos aquí, la imaginación biográfica. El biógrafo está obligado a preguntarse por qué una persona ha sido como ha sido y ha actuado como ha actuado, qué experiencias forjaron su carácter y de qué modo, y a arriesgar algunas conjeturas. Debe encontrar las circunstancias y elementos de conflicto que están presentes en toda existencia y analizarlos; si no lo hace, se arriesga a que su biografiado se le escape entre fechas y datos. El biógrafo no solo escribe una vida; ante todo, debe leerla, o sea, interpretarla.

La Bioygrafia da la impresión de una vida casi sin conflicto, salvo los muy evidentes (enfermedades, vejez, muerte de seres queridos), y aun estos referidos por encima. La vida de Bioy, en efecto, fue privilegiada, más propia de un caballero inglés del siglo XIX que de un latinoamericano del siglo XX: rico heredero de estancieros, bon vivant cosmopolita, casanova irresistible, dichoso escritor sin preocupaciones laborales ni financieras que, cuando no estaba leyendo o escribiendo, parecía repartir su tiempo entre la cama, la cancha de tenis, el cine o alguna playa mediterránea. Y, no obstante, esta existencia idílica no estuvo exenta de aspectos problemáticos, desde luego, que hubieran merecido una atención más profunda. Menciono solo dos: de sobra es conocido el donjuanismo de Bioy, casado con Silvina Ocampo, once años mayor, que entre cientos de mujeres incluyó a una sobrina, Genca Ocampo, que vivió con la pareja, y, por supuesto, a Elena Garro, acaso su amour fou. En una ocasión, Bioy confesó a un periodista: “las engañaba para no sufrir, y terminé siendo un fascista en el trato con ellas. Es decir, las engañaba: les prometía que las iba a querer siempre y al mismo tiempo tenía otra mujer que no sabía que tenía” (p. 135). La sola relación de Bioy con las mujeres sería materia de un libro entero. La Bioygrafía, acaso por pudor, no profundiza demasiado en ella. Otro es la amistad con Borges. Aparte de los hechos ya sabidos por todos y después de la publicación póstuma del colosal Borges, ¿no era esta una oportunidad idónea para intentar desentrañar un poco más esa relación, hecha de genuino afecto, admiración y no exenta de resentimiento? No deseo prolongar la malentendida comparación Bioy-Borges, pero basta confrontar este libro con el Borges de Edwin Williamson o con el aún más cercano, por la posición de la autora frente al biografiado, Borges. Esplendor y derrota de María Esther Vázquez para ver lo que una biografía puede ser.

Como saben sus lectores, la gran obsesión de la obra de Bioy es encontrar alguna manera de sobrevivir a la muerte, de perdurar. La inmortalidad conseguida, como ocurre en La invención de Morel, suele ser limitada, imperfecta. En su intento por fijar a un individuo y hacerlo memorable, la biografía, aun la mejor de todas, procura una subsistencia similar y quizá todo el género, como sugería Borges, sea una ilusión. En acometerlo a sabiendas radica su miseria y su grandeza.

Publicado originalmente en http://www.letraslibres.com/mexico/libros/vida-leida-vida-escrita

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Oráculo manual y arte de prudencia. Antología

En 1992, en la famosa lista de best-sellers de The New York Times, apareció un libro insólito escrito por un jesuita español del siglo XVII: The art of wordly wisdom, o sea, el Oráculo manual y arte de prudencia. Más allá de las circunstancias que lo llevaron ahí, una conclusión parece inobjetable: algo tiene esta obra que sigue siendo vigente hoy. No es una reliquia del pasado, no es una antigualla de museo: es un libro vivo, que tiene aún qué decir a los lectores del presente.

            Como las Meditaciones de Marco Aurelio, como las Epístolas a Lucilio de Séneca, como los Ensayos de Montaigne, el Oráculo manual y arte de prudencia es, ante todo, un libro de sabiduría: un libro que enseña a vivir. Sin embargo, su sabiduría es eminentemente práctica, social, mundana. Gracián, hombre del Barroco, estaba convencido de que el mundo y los hombres se habían vuelto una fuente de engaños, de cosas que no son lo que parecen, de antagonismos y feroz competencia, y de que solo los más prudentes y astutos saldrían bien librados. ¿Ha cambiado mucho el mundo desde entonces? Es por eso que su contenido sigue siendo perfectamente válido, como hace casi cuatrocientos años.

            Baltasar Gracián nació en 1601 en un pueblo que hoy lleva su nombre, Belmonte de Gracián, en la provincia de Zaragoza, en Aragón, hijo del médico Francisco Gracián. Según él mismo cuenta en Agudeza y arte de ingenio (XXV), se crio en Toledo con un tío suyo. En 1619 ingresó a la Compañía de Jesús, en cuyos colegios enseñaría toda la vida. Fue, antes que nada, un pedagogo, como observó Alfonso Reyes en un ensayo pionero sobre su obra (“Gracián”, Capítulos de literatura española). Poseía ya, al momento de entrar a la orden, una respetable formación humanista, que perfeccionaría en las aulas jesuitas a la par que realizaba sus estudios teológicos. La cultura de Gracián, dicho sea de paso, es uno de los frutos más acabados del humanismo (palabra moderna, apenas del siglo XIX) o, mejor dicho, de las letras humanas: la gramática, la retórica, la poesía, la historia, la filosofía moral. Tras ordenarse sacerdote en 1627, comenzó su largo peregrinaje por los colegios y en 1636 lo encontramos de vuelta en Aragón, en Huesca, lugar decisivo para su obra. Allí publicará varios de sus libros (el primero, El héroe, en 1637, y el mismo Oráculo, diez años después) y allí formará parte de un círculo literario reunido alrededor de Vincencio Juan de Lastanosa, noble erudito que se convertirá en su mecenas y cuya casa era famosa por su biblioteca, su colección de antigüedades y sus jardines. No es exagerado suponer que Baltasar, hombre de gusto exquisito, haya encontrado ahí una especie de paraíso.

            La Compañía de Jesús no veía con buenos ojos que uno de sus miembros publicara libros tan mundanos como El héroe o algunos de los que siguieron, El político (1640) y El discreto (1646), todos ellos, a su manera, manuales de cómo sobresalir y triunfar de los demás hombres. Su autor comenzó a despertar suspicacias y a tener conflictos con sus superiores. Conoció y se desengañó de la Corte acompañando en ella a uno de sus protectores, el duque de Nocera, virrey de Aragón. Su vida, más o menos apacible, tuvo un paréntesis notable en 1646, cuando lo nombraron capellán castrense del ejército del Marqués de Leganés en el socorro de Lérida, durante la Guerra de Cataluña. Allí, el menudo jesuita corrió de un lado a otro confesando y animando a los soldados.

De regreso en Aragón, publicó el Oráculo (1647) y la Agudeza de arte e ingenio(1648) y comenzó a escribir su libro más ambicioso, la novela alegórica El Criticón(publicada en tres partes entre 1651 y 1657), uno de los mayores monumentos de la literatura escrita en lengua española y, me temo, de los menos leídos actualmente. La razón parece hoy clara y encierra una melancólica lección acerca de la posteridad literaria: Gracián dedicó todos sus esfuerzos a componer una obra maestra en un género, la alegoría, que en ese momento iba más bien de salida; los nuevos vientos de la ficción narrativa soplaban en una dirección muy distinta, la apuntada, no hacía mucho tiempo, por un tal Cervantes. En 1655 publicó El comulgatorio, libro eminentemente religioso, muy distinto a los de sabiduría humana que solía escribir. Cada vez más enfrentado a la jerarquía de su orden, tras la publicación de la tercera parte de El Criticón, Gracián fue reprendido públicamente, destituido de sus clases, castigado a un ayuno de pan y agua y prácticamente desterrado a la pequeña localidad de Graus. Agraviado, solicitó cambiarse de orden religiosa, pero no se atendió su petición. Parcialmente rehabilitado, murió en Tarazona, cerca de Zaragoza, en 1658.

            El Oráculo manual y arte de prudencia es la síntesis de la sabiduría graciana. Consta originalmente de trescientos aforismos y sus respectivas declaraciones, con los cuales Gracián pretendía ofrecer a sus lectores un breviario de vida. En la Antigüedad, el oráculo era la respuesta, generalmente enigmática o ambigua, que un dios daba a una consulta, o el intermediario o lugar sagrado donde se hacía la pregunta (el más famoso, claro, el de Apolo, en Delfos); el Oráculo manual lo es porque en sus páginas el lector encontrará las respuestas –humanas, no divinas– a los dilemas de la vida práctica y porque, por su formato original (en 24º, muy pequeño; Gracián fue un precursor del libro de bolsillo moderno), era fácil de manejar y podía ser consultado en cualquier momento. En cuanto a la segunda parte del título, por arte se entendía, como reza el Diccionario de autoridades, “la facultad que prescribe reglas y preceptos para hacer rectamente las cosas”, y abarcaba tanto las artes liberales, es decir, aquellas que solo requerían ingenio (la retórica o la geometría, por ejemplo), como las mecánicas, o sea, las que se hacían con las manos (la herrería o la carpintería). Ahora bien, la cuestión es que la prudencia, desde Aristóteles (Ética a Nicómaco, VI), era considerada una virtud eminentemente práctica, que se manifestaba en circunstancias concretas y particulares de la existencia, y que precisamente por esto no era posible reducir a un simple conjunto de reglas y principios que, aplicado a rajatabla, iba a obtener siempre el mismo resultado. Se podía dar normas precisas para obtener el área de un triángulo, pero no para ser prudente en todas las situaciones de la vida. La prudencia, en pocas palabras, no podía ser un arte. Y, sin embargo, muy consciente de la paradoja, eso es precisamente lo que Gracián intentaba con este librito: darle reglas a la prudencia.

            Toda la obra del jesuita está regida por un objetivo pedagógico: hacer al hombre plenamente humano, como habían deseado humanistas como Erasmo de Róterdam o Juan Luis Vives; convertirlo en una verdadera “persona”, por utilizar el peculiar vocabulario graciano. Este debía contar con una serie de virtudes o “prendas”: la prudencia, naturalmente, pero también el juicio, la discreción, el gusto, la cultura, el ingenio, la agudeza, la sabiduría… El ideal humano de Gracián era alguien que pensaba con independencia, formaba sus propias opiniones, sabía controlar sus pasiones, era resuelto y constante, se adaptaba a las circunstancias, sabía escoger sus ocupaciones y compañías, se cultivaba continuamente, podía ser astuto, poseía un gusto refinado y, en suma, buscaba siempre la excelencia. Una simple ojeada a los aforismos basta para darse una idea: “Hombre inapasionable”, “En nada vulgar”, “Nunca perderse el respeto a sí mismo”, “Eminencia en lo mejor”, “Saber hacerse a todos”, “Señorío en el decir y en el hacer”, “Alteza de ánimo”, “Bástese a sí mismo el sabio”, “Hombre substancial”, “No obrar apasionado”, etc. Gracián nunca aspiró a cautivar a un público masivo, al contrario, siempre se dirigió a una minoría, pues sabía que la excelencia nunca es mayoritaria. No es casual que lectores tan exigentes como Schopenhauer, su traductor al alemán, o Nietzsche, lo hayan admirado e identificádose con él.

            Leer a Gracián no es sencillo. No solo por las ideas que expone, sino por la forma: su prosa es una de las más barrocas de toda la lengua española. Está llena de elipsis, antítesis, hipérbaton, retruécanos y demás figuras retóricas que a veces hacen ardua la lectura. No es posible leerlo a prisas, de buenas a primeras, esperando entenderlo todo. Como Góngora o sor Juana en la poesía, es un autor que exige lentitud. Requerirá, pues, un esfuerzo, pero al lector dispuesto a hacerlo le espera una gran recompensa y, una vez familiarizado con su estilo, lo podrá frecuentar sin mayores dificultades. Por otro lado, un ideario como el del jesuita no podía, por razones intrínsecas, ser de fácil acceso: la forma es el primer filtro de la sabiduría graciana.

(Del «Prólogo» a Oráculo manual y arte de prudencia. Antología, edición, introducción y notas de Pablo Sol Mora, UNAM, México, 2016).

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El otro Cervantes

Cervantes –“el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre”, según reza el prólogo al Persiles– poseía ciertamente un temperamento y una imaginación jubilosos, cómicos, fundamentalmente optimistas. Casi todo en Cervantes está permeado de sentido del humor, una suave ironía y una profunda benevolencia por lo humano. Casi, digo, porque hay otro Cervantes: oscuro, escabroso, fatalista. No figura demasiado, le gana por mucho el autor alegre y risueño, pero asoma la cabeza aquí y allá, como una siniestra posibilidad, haciendo más complejo y rico su genio. Con frecuencia lo hace en el marco de lo erótico, en los espinosos terrenos del deseo. Así ocurre, desde luego, en El curioso impertinente, la breve novela inserta en la Primera parte del Quijote. El núcleo de la trama (un hombre casado pide a su mejor amigo que seduzca a su esposa para probar su fidelidad) no desmerecería en una novela libertina francesa del siglo XVIII o, digamos, de Juan García Ponce. Todo, previsiblemente, termina en tragedia. Así ocurre también en El celoso estremeño, la más compleja y moderna psicológicamente de todas las Novelas ejemplares y, junto a Rinconete y CortadilloEl licenciado VidrieraEl casamiento engañoso y el Coloquio de los perros, una de las mejores piezas de la colección.

            El tema fundamental, desde luego, es los celos, que tanto obsesionaron a Cervantes y a sus contemporáneos de los Siglos de Oro (podría hacerse toda una teoría de esta pasión con base solo en la comedia áurea, y ahí está también esa temprana obra maestra de análisis psicológico de los celos, muy anterior a Proust, La Dorotea de Lope de Vega). Este se une y se potencia con otro tema antiguo, de ricas posibilidades tanto cómicas como trágicas: la relación de un viejo con una joven. Recordemos, por poner solo ejemplos modernos, La historia del buen viejo y la bella muchacha de Italo Svevo, Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín de García Lorca, La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata, Memoria de mis putas tristes de García Márquez y El animal moribundo de Philip Roth. La historia, sobra decirlo, no suele acabar felizmente. Unos versos de Rubén Bonifaz Nuño resumen el peligro: “yo, vestido y viejo, carcomido / y ciego, me arriesgo a tus veinte años; / la imprudencia ejerzo del que, a tientas, / ensangrienta espinas, pretendiendo / gozar la flor de la biznaga” (Del templo de su cuerpo). Y Leonora, la protagonista de Cervantes, ni siquiera tiene veinte, y Carrizales, el viejo, setenta. La cosa no pinta bien y, como reconoce el personaje del entremés El viejo celoso, otro asedio cervantino al mismo tema: “el setentón que se casa con quince, o carece de entendimiento, o tiene gana de visitar el otro mundo lo más presto que le sea posible”.

            Ahora bien, El celoso estremeño posee una peculiaridad frente a la mayoría de las novelas ejemplares: existen dos versiones de ella, con notables diferencias al final. El argumento básico es el mismo: el extremeño Felipo Carrizales, tras una juventud disipada, ha hecho fortuna en las Indias y ahora regresa a Sevilla con la intención de establecerse y pasar descansadamente sus últimos años. En mala hora concibe la idea de que quizá no es tan tarde para someterse al suave yugo del matrimonio y tener hijos, y sus dudas desaparecen cuando descubre a la bella Leonora –en la primera versión se llama Isabela– asomada a una ventana. Se propone casarse con ella y, tras averiguar que su familia es noble, pero pobre, la dota generosamente. Sin embargo, Carrizales tiene celos hasta de su sombra y encierra a su esposa en su nueva casa, la cual ha mandado acondicionar y que es proyección de su inseguridad: muros altos, ventanas tapiadas, puertas clausuradas; en suma, una fortaleza doméstica, pero, como sabemos desde La Celestina, no existe fuerte inexpugnable para el deseo. En ella únicamente viven mujeres: la chica, una dueña (mujer mayor que servía en las casas principales), criadas y esclavas. Solo hay un hombre aparte de Carrizales, Luis, un negro eunuco. Sin embargo, la fama de la hermosura de la muchacha y la locura de su marido despiertan la curiosidad de un joven y desocupado soltero, Loaysa, que se propone entrar a como de lugar. Se disfraza de músico pobre y, valiéndose de la afición del negro y las mujeres, logra introducirse mientras Carrizales duerme profundamente en virtud de un ungüento que le han puesto. Tras confabularse con la dueña, a la que promete sus favores siempre y cuando goce primero a su señora, Loaysa consigue quedarse encerrado con ella en una habitación. En la primera versión, conocida como del manuscrito Porras de la Cámara (desafortunadamente perdido en el siglo XIX), Isabela cede a Loaysa y consuma el adulterio; en la más pudorosa de la primera edición de las Novelas ejemplares (la que tradicionalmente se sigue, la única que puede editarse con alguna certeza y, por lo tanto, la que reproduzco aquí), Leonora resiste y castamente se quedan dormidos. En ambas son descubiertos en la cama por Carrizales, que prácticamente muere a causa de la impresión, no sin antes arrepentirse y reprocharse a sí mismo lo insensato de su proyecto de encierro y disponer en su testamento que se doble la dote de su mujer para que, una vez muerto, pueda casarse con Loaysa, cosa que no ocurre pues en las dos versiones ella entra a un monasterio poco después.

            La crítica no ha ahorrado tinta especulando por qué Cervantes habría decidido cambiar el final, ya sea censurándolo o justificándolo. Al lector moderno puede parecerle, no sin razón, que la coherencia interna de la trama exigía que Leonora consumara la infidelidad y la desgracia de Carrizales fuera total y, sobre todo, que el virtuoso final de la versión definitiva es un poco inverosímil. Es probable, como sostuvo en su momento Américo Castro, que Cervantes se haya dejado ganar por el decoro y la cautela contrarreformistas y optado, a la hora de imprimir su historia, por hacerla menos atrevida. En cualquier caso, la conclusión trágica y moral se mantiene intacta: Carrizales muere y reconoce –como el Anselmo de El curioso impertinente– que él fue el principal responsable de su desgracia, y se redime parcialmente vengándose con su última voluntad, no de su mujer o Loaysa, sino de sí mismo.

        Fiel a su profundo y realista sentido de lo humano, aquí desde una perspectiva más bien sombría, Cervantes advierte así de las trampas del deseo en la vejez y, sobre todo, de los peligros de esa sombra del amor que son los celos. La fidelidad, a fin de cuentas, solo puede confiarse a la voluntad libre del otro y cualquier tipo de prevención o coerción para asegurarla es inútil.

(Del «Prólogo» a Cervantes, El celoso estremeño, edición de Pablo Sol Mora, UNAM, México, 2016).

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La fiesta de Pedro Juan

Leo la Trilogía sucia de La Habana de Pedro Juan Gutiérrez, compuesta por Anclado en tierra de nadieNada que hacer y Sabor a mí. Me llama la atención (y me gusta), en primer lugar, su forma, su género híbrido: no son novelas convencionales, pero tampoco libros de cuentos. De hecho, se leen más como lo primero que como lo segundo. Diría, si la fórmula no estuviera muy gastada y no se prestara a tantas malinterpretaciones, que son novelas hechas de cuentos. Más precisamente, novelas hechas de capítulos inconexos y más o menos independientes. Tienen en común al narrador y protagonista, Pedro Juan, alter ego del autor, sobreviviendo en la dura Habana de los noventa, pero lo que les da mayor unidad es un tono, un estilo: una prosa seca, breve, directa, precisa, pulida a golpes, despojada de toda superficialidad. El estilo del narrador es, a fin de cuentas, la mejor expresión de su carácter: duro, viril, disciplinado, estoico y hedonista al mismo tiempo, protegido por la ironía y el humor (“eso es lo que yo quiero: aprender a reírme a carcajadas de mí mismo. Siempre, aunque me corten los huevos”). El personaje de Pedro Juan es una lección de moral nietzscheana: es preciso ser fuerte y, lo que no mata, endurece. Posee las mejores cualidades para enfrentar la vida: una disposición natural para la felicidad y el placer, fuerza de voluntad, autosuficiencia, el dominio de la soledad y su alternancia con la compañía, en el amor o la amistad (y el ron ayuda, claro). Todo animado por la convicción de que la felicidad es cuestión de voluntad: “Tal vez tengo unos cuantos motivos para la pesadumbre. Pero no debe ser. La vida puede ser una fiesta o un velorio. Uno es quien decide. Por eso la congoja es una mierda en mi vida. Y la espanto”. Esto, en definitiva, es lo mejor de la Trilogía: la fiesta de Pedro Juan.

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Schopenhauer, las mujeres y el sexo

Proverbial fue el desencuentro entre Schopenhauer y el género femenino (empezando por su madre, con la que tuvo un pleito feroz), que quedó resumido en una puñado de aforismos demasiado citados y que acaban dando una imagen más bien caricaturesca de las relaciones del filósofo con las mujeres. En la realidad, Arthur –el tema permite la confianza– fue mucho menos misógino de lo que aparenta su obra y su vida sexual bastante más agitada de lo que uno esperaría del severo filósofo de la voluntad. Tras algunos enamoramientos platónicos, Schopenhauer perdió la cabeza por una recamarera en Dresden con la que procreó un hijo que apenas vivió unos días; luego, una italiana, Teresa Fuga, por la que dejó de presentarse con Byron por temor a que el irresistible poeta se la bajara; después, una dama inglesa; más adelante, Carolina Richter Medon, corista de Berlín que lo engañaba sistemáticamente; luego, Flora Weiss, adolescente que lo hizo pensar en el matrimonio, etc. En fin, nada mal para quien predicaba la renuncia al mundo, castidad incluida, y abominaba de los órganos sexuales, núcleo de la voluntad, esa energía oscura y maligna.

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Schopenhauer: nota al pie contra el fanatismo

«Adviértase que lo que confiere su enorme fuerza a cualquier credo positivo, al punto de apoyo que le permite adueñarse de los ánimos, es su vertiente ética; bien que no inmediatamente como tal, sino en tanto que esta se halla firmemente conectada y entretejida con el dogma mítico que por lo demás es característico de rodo credo religioso, hasta el punto de que solo parece explicable por él; aunque el significado ético de las acciones no es explicable en absoluto conforme al principio de razón, todo mito sigue este principio y los creyentes tienen el significado ético del obrar por algo inseparable de su mito e incluso lo identifican con él, considerando cualquier ataque al mito como un ataque a la justicia y a la virtud. Esto llega al extremo de que entre los pueblos monoteístas el ateísmo, o impiedad, se ha convertido en sinónimo de ausencia de toda moralidad. Los sacerdotes dan la bienvenida a esta confusión conceptual y solo a consecuencia de ella podía originarse esa temible atrocidad que es el fanatismo, el cual no solo ha llegado a imperar sobre algunos individuos excepcionalmente perversos y malvados, sino sobre pueblos enteros, y a la postre materializarse en este Occidente como Inquisición (lo que para honra de la humanidad solo se ha dado una vez en su historia), la cual según informes tan recientes como auténticos hizo morir por cuestiones religiosas con el tormento de la hoguera a 300,000 personas en 300 años, tan solo en Madrid, mientras en el resto de España había muchos antros de asesinos espirituales: esto es algo que hay que recordar a cualquier fanático en cuanto pretenda alzar su voz».

El mundo como voluntad y representación, 65

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Schopenhauer y la dignidad de la literatura

Schopenhauer tiene claro que el arte es una forma de conocer y que, entre el conocimiento artístico y el científico, el primero es superior, pues se ocupa de esencias e ideas y no de meros fenómenos particulares. Entre las artes, ninguna superior a la música, a la que reserva el primer lugar en tanto expresión directa de la voluntad. Sin embargo, apenas abajo estaría la poesía (hoy diríamos, la literatura), sobre la que escribió uno de sus mayores elogios:
Revelar esa idea que es el nivel supremo de objetivación de la voluntad, la presentación del hombre en la hilvanada serie de sus anhelos y acciones es el gran privilegio de la poesía. Sin duda, también la experiencia y la historia nos enseñan a conocer al hombre; pero con frecuencia nos hacen conocer más a los hombres que al hombre; la experiencia y la historia nos vienen a proporcionar más bien datos empíricos del comportamiento de los hombres entre sí, lo cual nos permite extraer reglas para la propia conducta antes que sondear la esencia íntima del hombre… El poeta es en suma el hombre universal; todo lo que alguna vez ha conmovido el corazón de un hombre, aquello que en una determinada situación incita a la naturaleza, todo cuanto anida y se incuba en un pecho humano: tal es el tema y el material del poeta… Él es el espejo de la humanidad, haciéndola consciente de lo que ella siente y de lo que la mueve.

El mundo como voluntad y representación, 65

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Schopenhauer y la claridad

«Ese espíritu bello y fecundo en ideas se expresará siempre del modo más natural, sencillo y sin ambages, cuando alguna vez le sea posible comunicar sus pensamientos a otros, para aliviar la soledad que ha de experimentar en un mundo como este; pero, a la inversa, el parco en ideas revestirá su embrollo con la ampulosidad de expresiones rebuscadas y oscuros giros, para así encubrir en difíciles y pomposas frases minúsculos, insípidos o triviales pensamientos, tal como aquel a quien le falta la majestad de la bellaza quiere suplir esta carencia mediante la vestimenta y bajo un bárbaro atavío».

El mundo como voluntad y representación, 47

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Schopenhauer y el espíritu de geometría

Para Schopenhauer, el genio artístico consiste en conocer mediante la intuición pura, indiferente del principio de razón, que es la forma de conocimiento propio de las ciencias. El artista genial aprehende las cosas directamente a través de la intuición, más allá del razonar y del querer, volviéndose así un “puro sujeto cognoscente”. Por eso al verdadero genio suelen exasperar las matemáticas, que dependen enteramente del principio de razón (y, según esto, no podría hablarse en rigor de “genios matemáticos”). A la inversa, el gran matemático puede ser poco sensible al arte. A propósito, Schopenhauer cita aquella anécdota del eminente matemático que, tras ver la Ifigenia de Racine, preguntó: “¿Qué es lo que prueba esto?” (El mundo como voluntad y representación, 36). Lo había dicho Pascal: hay espíritus de geometría y espíritus de fineza.

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Series y novelas

De un tiempo a la fecha, una y otra vez leo o escucho que las series, antes de televisión, ahora de televisión e internet, están ocupando el lugar de las novelas, que los grandes novelistas del pasado serían hoy guionistas, que los mejores programas son comparables a las grandes novelas (aclaro de una vez que me gustan las series y he visto muchas con placer, pero estoy esperando que alguien argumente, seriamente, que tal o cual es equiparable a Los hermanos Karamazov o La montaña mágica, por no mencionar el Quijote o el Tristram Shandy). Algo parecido se dijo cuando apareció el cine y no faltaron quienes, con el advenimiento de las películas, pronosticaran la muerte de la novela. Evidentemente no ocurrió así y el cine y la novela han acabado por convivir con cierta armonía. No que el surgimiento del cine, desde luego, no afectara, y profundamente, a la novela (de hecho, debió afectarla más, ahora diré por qué). Por una parte, se convirtió en la forma masiva de ficción, superando y desplazando en público a la novela; por otra, más importante, volvió obsoletos ciertos recursos narrativos verbales que no pueden competir con la imagen y cierto tipo de novela, fundamentalmente realista, cuya historia, a partir de entonces, podía ser mucho mejor contada por el cine. La novela tardó en darse cuenta y lo increíble es que muchos novelistas, a la fecha, parecen seguir sin darse cuenta; continúan contando sus historias de realismo rancio y tradicional como si no existiera, desde hace cien años, otro medio que las podría contar mucho mejor. Esto no sucede, desde luego, con las grandes novelas, esto es, con aquellas que no pueden ser otra cosa que un artefacto verbal. Exagerando un poco, podría decirse que si una novela puede adaptarse perfectamente a un medio visual, si no pierde nada (no se diga si es mejor al texto mismo), no es una buena novela. Lo más importante que tiene que decir la novela, lo específicamente novelesco, solo puede decirse a través de palabras, así como lo específicamente cinematográfico solo puede expresarse mediante imágenes.

Sin embargo, aparte de la miopía que hace pensar que una nueva forma de ficción visual va a superar a la novela, sí creo observar, sobre todo entre las generaciones más jóvenes, un cierto desplazamiento de interés de la narrativa literaria a la visual, bien representado por la pasión y el entusiasmo que despiertan las series. No hay por qué desgarrarse las vestiduras: es perfectamente posible leer novelas y ver series y películas, y los más capaces entre ellas lo hacen y harán también espacio para las nuevas formas de ficción que se presenten. Pero no todos, me temo; algunos pertenecen cada vez más a un mundo de imágenes y menos de textos, y cada vez será más difícil que puedan o les interese seguir el desarrollo de una ficción literaria seria a lo largo de quinientas páginas o que prefieran, en todo caso, ver cinco capítulos seguidos de una serie. Y, seamos francos, se necesita un mayor esfuerzo intelectual para sentarse a leer Ana Karénina que para apoltronarse frente a la televisión o la computadora a ver la última temporada de Girls (que, por cierto, debo ver); leer una novela requiere una concentración y un trabajo que, frente a la gratificación inmediata del entretenimiento visual y su facilidad de consumo, no resultan necesariamente atractivos.

Es probable que, en un futuro no muy lejano, el lector serio de novelas sea un espécimen cada vez más raro y que la novela retroceda aún más frente a las ficciones en las pantallas. Y no, no estoy profetizando la enésima muerte de la novela, creo que hay novela para rato (no para la eternidad, pues todo género literario es un producto histórico, e igualmente absurdo habría sido pensar que la tragedia clásica o el poema épico durarían para siempre), pero sí, tal vez, una profunda modificación en su relación con el público que implicará una reducción de este, como ha ocurrido con la poesía o con el teatro. El arte de leer novelas, como el de leer poesía, será un arte minoritario. Pero dije que no me iba a desgarrar las vestiduras y noto que ya me las estoy desgarrando. Basta: estoy terminando de leer una novela de David Lodge y, además, tengo pendiente el final de Flaked.

Publicado originalmente en http://www.letraslibres.com/blogs/simpatias-y-diferencias/series-y-novelas

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Nietzsche: advertencia a filólogos, II

En una hipotética antología Contra la filología, Nietzsche, que en principio se formó en ella, merecerá un lugar de privilegio, junto con Séneca. Probablemente nadie ha escrito mejor, más agudamente, contra esa noble disciplina, pero con tanta frecuencia ofuscada, ahogada en sus minucias y, peor aún, ensoberbecida. Nietzsche va directo al punto flaco de la filología y otras disciplinas eruditas:
El docto, que en el fondo no hace ya otra cosa que “revolver” libros –el filólogo corriente, unos doscientos al día–, acaba por perder íntegra y totalmente la capacidad de pensar por cuenta propia. Si no revuelve libros, no piensa. Responde a un estímulo (un pensamiento leído) cuando piensa, al final lo único que hace ya es reaccionar. El docto dedica toda su fuerza a decir sí y a decir no, a la crítica de cosas ya pensadas, él mismo ya no piensa… El instinto de autodefensa se ha reblandecido en él; en caso contrario, se defendería contra los libros. El docto, un décadent. Esto lo he visto yo con mis propios ojos: naturalezas bien dotadas, con una constitución rica y libre, ya a los treinta años leídas hasta la ruina, reducidas ya a puras cerillas, a las que es necesario frotar para que den chispas, pensamiento.

Ecce homo, “Por qué soy yo tan inteligente”, 8

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Shakespeare: la alegoría de la lectura

Profesora en la Universidad de Harvard y autora de libros como Shakespeare after all y Shakespeare and modern culture, Marjorie Garber es una de las mayores especialistas en el Bardo, cuyo cuarto centenario luctuoso, junto con el de Cervantes, se conmemora este año. En su reciente visita a México, invitada por la Cátedra Alfonso Reyes del Tecnológico de Monterrey, tuvimos oportunidad de conversar con ella sobre Shakespeare y el arte de la lectura.

En Shakespeare y la cultura moderna hay un ensayo sobre Macbeth titulado “La necesidad de la interpretación”. En general, el acto de interpretar y leer es clave en Shakespeare. Siempre hay alguien leyendo o tratando de interpretar algo. Puede ser un libro, un sueño, una profecía, un gesto, etc. Y con frecuencia, además, equivocándose en esa lectura o interpretación. ¿Es Shakespeare una gran alegoría de la lectura?
En Shakespeare la lectura siempre es problemática, sospechosa. No importa si se trata de una profecía, un grabado o una aparición, se requiere la habilidad de leer. La palabra character, por supuesto, viene de carácter, letra; implica la idea de leer. Comprenderlo es poseer la capacidad de leerlo, de ver a través de él. Uno de los mayores temas de la obra de Shakespeare tiene que ver con el disfraz, la apariencia y las malas interpretaciones. Históricamente, en la época de Shakespeare, hubo una mayor alfabetización que en épocas anteriores. En las obras hay personajes analfabetos que tienen problemas precisamente por no saber leer o malinterpretar algo. Los dramas de Shakespeare, en su carácter de representaciones, no solo de textos escritos, implican siempre un problema de textualidad. El problema de Shakespeare y la lectura tiene que ver también con la edición misma de sus textos. Determinar, por ejemplo, si realmente escribió tal o cual verso. Uno de los mayores problemas que los editores tienen que enfrentar son los pasajes confusos, contradictorios, que conducen a una edición conjetural (“Shakespeare no pudo haber dicho esto, lo habría dicho así”). El problema de la edición, de la crítica textual, es algo que preocupa mucho a los editores y lectores modernos. El problema, por ejemplo, de que hay más de una versión de El rey Lear, de Hamlet, obviamente. Este un aspecto alrededor del tema de la lectura de Shakespeare, pero está también, claro, el problema de la lectura y la interpretación en las obras. Hablábamos de las profecías en Macbeth, también está en Cimbelino, en Cuento de invierno, cuando el oráculo de Delfos es leído frente al rey y revela que su esposa siempre ha sido fiel, y él contesta: “no hay verdad en el oráculo” (III, II). Una de las escenas más importantes de lectura está en Noche de Epifanía, cuando Malvolio malinterpreta la carta que es dejada a propósito en su camino para que la lea. Se parece al caso de Marco Bruto, en Julio César, que malinterpreta los recados que le arrojan a su casa. Ambos creen que el autor de los textos es alguien que aman, Olivia o Roma, y asumen que se están refiriendo a ellos.

¿Quién es el mejor lector en la obra de Shakespeare?
Dios mío, es una pregunta muy difícil, porque la mayoría se equivoca a la hora de leer, pero tendría que ser Hamlet. Él lee el carácter de los personajes, “lee” a Rosencrantz y Guilderstern, entiende que el mensaje de su tío mandándolo matar puede ser reescrito. Es un lector muy perspicaz de la personalidad.

Aunque quizá buena parte de sus problemas se derivan de que es demasiado buen lector, de que lee e interpreta demasiado.
Exactamente.

Usted ha escrito acerca de la diferencia entre la supuesta intemporalidad de Shakespeare y su actualidad. Desde luego, tal vez ningún escritor es realmente intemporal, eterno, pero sin duda existe la vigencia. ¿A qué razones atribuye la permanente actualidad de Shakespeare?
La gente suele decir que Shakespeare es intemporal, o sea, que ha sido apreciado y valorado de manera uniforme a lo largo del tiempo. Yo he intentado explicar que es precisamente desde una diversa actualidad, es decir, que la obras se dirigen a cada generación de una manera distinta. Ahí radica su fuerza. Es como un retrato cuya mirada te sigue a lo largo de un cuarto. Así funcionan las obras de Shakespeare. Hoy tenemos un Shakespeare global. Parece haber anticipado temas culturales, raciales, de género. Prácticamente todas las cuestiones políticas y culturales que emergen en la cultura moderna parecen estar en sus obras. De este modo, han sido actualizadas de formas que no son siempre la misma. Coriolano, por ejemplo, se lee ahora de abajo hacia arriba, desde el punto de vista del poder de los plebeyos en lugar de los patricios. Los lectores se han apropiado del punto de vista político, cultural o de género para decir: Shakespeare hablaba por nosotros. ¿Por qué? No es fácil decirlo. El poder cultural de Shakespeare es tal que ahora uno espera que ese sea siempre el caso y entonces excava en las obras para encontrar los temas que le preocupan. ¿Pasaría lo mismo con Middleton o Marlowe si les dedicáramos la misma atención? No estoy muy segura, creo que no. Una de las causas por la que las obras de Shakespeare han sido tan bien recibidas por múltiples generaciones, lectores y países, es que no hay una voz que lleve la batuta, no hay narrador. Son los personajes los que hablan y se expresan en diálogos y discursos. Sus puntos de vista se contrastan. Si adoptas el punto de vista de Calibán en La tempestad vas a tener una visión muy distinta de lo que está pasando.

“Cada época crea su propio Shakespeare”, dice el inicio de Shakespeare, después de todo. Desde luego esta es una pregunta casi imposible de contestar, pero ¿cuál será el Shakespeare del futuro, digamos, el Shakespeare del siglo XXI?
Si tuviera alguna idea de cómo será el resto del siglo XXI, sin lugar a dudas podría decir que Shakespeare tiene algo para él. Ya hay, digamos, un Shakespeare poshumano, interesado en lo mecánico y lo robótico, en artefactos que cobran vida, como la estatua en Cuento de invierno. Algunos aparatos que no existían en los siglos XVI y XVII parecen anticipados en la obra de Shakespeare. Su riqueza y diversidad, no solo cultural sino estética, es tal que creo que seguirá siendo un espejo, o usada como un espejo. Pensemos, por ejemplo, en las crisis de refugiados que vivimos actualmente. Es perfectamente posible hacer nuevas producciones de todas aquellas obras que tienen que ver con la necesidad de abandonar un lugar, no solo las más políticas, sino incluso una pieza como Como les guste, donde los personajes son obligados a abandonar la corte e irse al campo. Se podría hacer representaciones de estas obras que enfatizaran el tema del exilio. Temas como el desarrollo sustentable o el cambio climático también están ahí. Como les guste o Sueño de noche de verano tienen todo que ver con el cambio climático.

Si comparamos a Shakespeare con otros grandes clásicos modernos –digamos Dante, Cervantes, Montaigne–, Shakespeare parece ejercer una mayor atracción universal y ser más maleable. ¿A qué cree que se deba esto?
Bueno, estamos viéndolo desde el siglo XXI. Ciertamente hubo una época en la que se leía mucho a Dante, internacionalmente, y tuvo una enorme influencia. Mi respuesta tendría que ver con el género, con cómo una obra de teatro puede exportarse y ser interpretada por diversas voces, mientras que una novela, aunque contenga toda la historia de la novela, como la de Cervantes, o un poema épico en terza rima, una forma que no todos conocen hoy en día… Creo que se debe, sobre todo, al género, a la forma. Además, es mucho más fácil, sobre todo en una cultura tan visual como la nuestra (se trate del teatro, YouTube o el cine), adaptar algo que es originalmente teatral. Tiene que ver también con el lenguaje de Shakespeare, que tiene muchas capas; hay una muy llana. Las piezas incluyen la crítica de un lenguaje demasiado ornamentado, de que no se hable de manera comprensible.

Y quizá porque el inglés es la lingua franca de nuestros días…
Por la exportación cultural del inglés, claro, y también por la fuerza de los personajes, que son sacados de las obras y utilizados por filósofos, psicoanalistas y otros agentes culturales. ¡Y son muchos! En Dante hay muchos personajes históricos, pero su actividad ha terminado cuando los encontramos; en Shakespeare apenas están empezando, adquieren vida propia. Los personajes mismos, incluso sin las obras, han creado un mundo propio hasta cierto punto. Es en parte el genio de Shakespeare, claro, pero también las formas en que escribió, el tipo de intuiciones que tuvo acerca de los personajes y la manera en que elaboró debates culturales y filosóficos en su lenguaje.

Hablemos de Cardenio, la obra perdida de Shakespeare basada en la novela incluida en el Quijote. ¿Qué puede decirnos de esta curiosa forma de colaboración entre Cervantes y Shakespeare?
Lo único que te puedo decir es que recientemente se ha vuelto muy importante entre los especialistas y que es objeto de una afanosa búsqueda. Anteriormente esa obsesión era la primera versión de Trabajos de amor perdidos o de HamletCardenio es la obra del momento, la que todo mundo quiere redescubrir o reescribir.

En Shakespeare y la cultura moderna usted ha escrito: “entre más nos alejamos como sociedad de un auténtico conocimiento del lenguaje y los personajes de las obras, más aumenta nuestra reverencia a Shakespeare como un valor cultural”. En este año de centenarios, ¿cree que corremos el riesgo de terminar celebrando algo que en realidad ya no leemos, que no nos importa realmente?
Es una posibilidad, pero no me preocupa. Me parece que en estos días cualquier celebración de un escritor es en sí motivo de celebración. Si nos apropiamos de Shakespeare de formas que puedan parecer equivocadas, o lo convertimos en símbolo de algo, o queremos verlo como un genio y no como un laborioso escritor, actor y productor de teatro, está bien. Para mí, cada producción es una interpretación, sea una lectura en voz alta de estudiantes o una representación, profesional o amateur. Cada una me enseña algo sobre las obras. La cultura popular, la música popular, YouTube, etc., se han apropiado de Shakespeare, de sus títulos, de sus tramas. Actualmente la gente parece más interesada en las tramas que en el lenguaje. Estas cosas son cíclicas, el lenguaje regresará. Cada mención, cada reescritura, cada apropiación de Shakespeare me parece muy bien. Puede hacer que volvamos a las obras. Las obras siempre van a estar ahí, para el público interesado, los estudiantes, los críticos. Aunque las celebraciones se transformen inevitablemente en un show, tienen su lado positivo.

Usted recuerda seguramente aquel cuento de Borges, “La memoria de Shakespeare”, en el que el protagonista, un erudito shakespeariano, hereda la totalidad de sus recuerdos y su primer impulso es escribir una biografía porque ahora cree tener los elementos para entenderlo perfectamente, pero poco a poco se da cuenta que poseer la memoria de Shakespeare no le ayuda a comprender mejor la obra. Las experiencias de Shakespeare, y sus recuerdos, son triviales, son los de cualquier hombre; la clave está en su transfiguración artística. Usted, en su Manifiesto para los estudios literarios, ha sido muy crítica de los excesos de la historia en la crítica literaria.
Primero quiero decir que el cuento de Borges es brillante. Cuando me topé con él, hace muchos años, quedé sorprendida, abrumada. Creo también que tiene razón y que apunta en la dirección que yo misma he señalado. La búsqueda del Shakespeare biográfico forma hoy parte del fenómeno de la biografía de celebridades y la noción de causalidad: “esto debió causar aquello”, “tal acontecimiento en su vida debió provocar que escribiera sobre las mujeres de esta forma”, etc. No habría sido muy buen escritor si sencillamente hubiera trasladado su vida a sus dramas. Cuando escribí el Manifiesto, hace algunos años, se estaba volteando demasiado hacia los historiadores para encontrar respuestas definitivas. Me parece que los estudios literarios tratan, sobre todo, de hacer preguntas, de interrogarse continuamente. Creo que se estaba malinterpretando la historia como un lugar en donde se podía encontrar una perfecta explicación causa-efecto de las cosas más que contexto. Yo leo historia todo el tiempo, escribo sobre historia, leo biografías, pero no veo en ellas causalidades absolutas, sino sugerencias. Incluso, a veces, ciertas causas pueden producir efectos contrarios. Hablando del Shakespeare histórico, si su matrimonio fue feliz o infeliz, eso no se traduce necesariamente en que escribiera sobre matrimonios felices o infelices. No hay razón para pensar que nuestro entendimiento limitado de las circunstancias biográficas, históricas, se reflejen puntualmente en la obra. La obra es mucho más que eso.

Usted ha enfatizado la importancia de conocer el contexto histórico de una obra, pero también de poner atención al texto mismo para hacer una buena lectura…
¿Qué es una buena lectura? Si leemos Shakespeare a los siete, los diecisiete, los veintisiete, los noventa y siete, tendremos muchas versiones de las obras. Mis estudiantes son muchos menos empáticos con el rey Lear que con Romeo, pero cuando leen con atención El rey Learse dan cuenta de los problemas que enfrenta. Es una cuestión, más bien, de leer atentamente, de poner atención al lenguaje, de encontrar ecos y correspondencias entre las obras, las imágenes: de aprender a leer.

Suena a una lectura filológica clásica, pero la filología, en la academia norteamericana, no parece muy en boga…
¡Está regresando!

¡Ah, está regresando, qué buenas noticias!
Sí, es como un doble regreso. El primero ocurrió en los noventa; yo entonces dirigía en Harvard el Centro de Estudios Culturales y Literarios, que luego se transformó en el Centro para las Humanidades, y organizamos un congreso que se llamó ¿Qué es la Filología?

Estupendo, y ¿qué es la filología?, ¿cuál fue la respuesta?
La filología es poner atención al lenguaje, a la historia de las palabras, pero también a su futuro. Las palabras, como las obras de Shakespeare, son seres vivientes, cambian con el tiempo, no están fijas en un solo lugar. Y creo que para los lectores, para todas aquellas personas cuya vida implique leer (y no solo palabras, sino imágenes), el placer se renueva cada vez que volvemos a estas obras y encontramos algo nuevo en ellas. Es asombroso, fascinante y su mejor recompensa.

Publicada originalmente en http://www.letraslibres.com/blogs/simpatias-y-diferencias/shakespeare-la-alegoria-de-la-lectura-una-entrevista-con-marjorie-garb

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Nietzsche y Montaigne

Famosamente, Nietzsche afirmó de Montaigne: “Que un hombre así haya escrito, aumenta la alegría de vivir en la Tierra”. Y es que, en realidad, lo mejor de Así habló Zaratustra está ya en los Ensayos: por un lado, la afirmación de esta vida y este mundo, de lo genuinamente humano, de la alegría y el placer, y, por otro, el rechazo a todo lo ultraterreno e inhumano, a la tristeza y la lamentación. Hay una diferencia de tono: Montaigne lo dice enérgica, pero sobriamente; Nietzsche, a gritos, casi furioso. Ambos eran espíritus clásicos, más bien paganos. El segundo podía lanzarse abiertamente contra el cristianismo; el primero, evidentemente, no, y, aunque desde luego se asumía como cristiano, sus convicciones centrales iban directamente en contra de la doctrina.

Por lo demás, el Señor de la Montaña estaba mucho mejor equipado para vivir alegremente, ayudado de su temperamento, su natural modestia y su ironía, de la no se exentaba a sí mismo. Nietzsche, en cambio, era demasiado grave (¡cuánto más conviene a Montaigne la expresión “gaya ciencia”!); había en él demasiada furia y demasiado resentimiento. No dejan de ser penosos de leer, en Así habló Zaratustra, los pasajes en los que se transparenta su frustración y pide a gritos ser atendido. Y, sin embargo, no cabe duda que es uno de los mejores y más directos descendientes de la Montaña y el que en cierto modo dio el siguiente paso en la dirección apuntada por aquella. Ambos estaban convencidos que nuestro mayor error, nuestra mayor enfermedad, era despreciar nuestro ser; ambos eran enemigos jurados de aquellos que Nietzsche llama los “trasmundanos”, “los tuberculosos del alma”, “los predicadores de la muerte”, o sea, todo aquel que niega esta vida y este mundo y pone sus esperanzas más allá de ellos. Dice Zaratustra:

Mi yo me ha enseñado un nuevo orgullo, y yo se lo enseño a los hombres: ¡a dejar de esconder la cabeza en la arena de las cosas celestes, y a llevarla libremente, una cabeza terrena, la cual es la que crea el sentido de la tierra!

Una nueva voluntad enseño yo a los hombres: ¡querer ese camino que el hombre ha recorrido a ciegas, y llamarlo bueno y no volver a salirse a hurtadillas de él, como hacen los enfermos y los moribundos!

Enfermos y moribundos eran los que despreciaron el cuerpo y la tierra y los que inventaron las cosas celestes y las gotas de sangre redentora: ¡pero incluso estos dulces y sombríos venenos los tomaron del cuerpo y de la sangre de la tierra!

Montaigne lo resumió en una frase, conclusión de todos los Ensayos: es preciso “gozar lealmente de su ser” (III, XIII).

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¿Hacia dónde va el Quijote?

Mi primera lectura del Quijote, lo confieso, fue una lectura mercenaria. Tendría diez u once años y una noche mi padre me llamó al estudio. “Te voy a dar a leer un libro –me dijo–. Tiene dos partes. Cuando acabes cada una, te regalo lo que quieras”. Me entusiasmé con la promesa del obsequio y acepté sin vacilar; el libro era lo de menos. Sin embargo, no era tan sencillo: yo debía leer un capítulo cada noche y, al terminar, ir al estudio a hacer un resumen oral de lo que había tratado. Así pasé varias semanas: leía, resumía, me iba a dormir. El libro me iba gustando, era chistoso (a funny-book como, sin sospecharlo yo entonces, repetía la crítica inglesa del Quijote, que combatía la interpretación romántica), pero lo que me impulsaba era, sobre todo, la recompensa final. Sin embargo, una vez sucedió algo extraordinario: me desperté a media noche y no pude volver a dormir. Me levanté de la cama y fui a echarme a un sillón con el libro. Pensaba avanzar un capítulo más, pero la lectura me atrapó y leí varios de corrido. Creo que fue la primera vez que ocurrió: que un libro me fascinara así, que no quisiera dejar de leer (había ocurrido antes, en mis primeros años, con Alicia en el país de las maravillas para ser exactos, pero entonces yo no leía: escuchaba). Sobra decirlo, ya no importaban el regalo ni el resumen, solo el texto que tenía ante mis ojos. Recuerdo muy bien el sillón, mi cuerpo encogido en él, la manta en la que estaba envuelto, el libro voluminoso entre las manos. Sin saberlo, estaba descubriendo la dicha de leer y, sabiéndolo aún menos, todo un género de la misma: la dicha de leer el Quijote (cómo fue que esa felicidad temprana se vio empañada cuando leí la muerte del protagonista es asunto que sí viene al caso, pero con el que ya no pienso demorar al quizá no tan desocupado lector).

El cuarto centenario de la segunda parte del Quijote en 2015 (con frecuencia el lector moderno olvida que la obra apareció en dos partes separadas por diez años y tiende a verla como un solo libro, compuesto de conjunto) fue motivo de celebraciones y homenajes alrededor del mundo. Probablemente ninguno mejor que este: una renovada edición de la obra, patrocinada por el Instituto Cervantes y dirigida por Francisco Rico, que ahora aparece en la bella Biblioteca Clásica de la Real Academia Española. En verdad, el mejor homenaje que se le puede hacer a una obra clásica es leerla, editarla y comentarla minuciosa y amorosamente (eso es la filología, “amor a la palabra”, en acción). Naturalmente, los grandes fastos cervantinos, quijotescos, ocurrieron cuando se cumplió el cuarto centenario de la primera parte, pero, a decir verdad, el Quijote es lo que es y ha tenido la trascendencia que ha tenido, sobre todo, por la segunda, la más innovadora y proyectada a futuro. Esos diez años no pasaron en vano: Cervantes refinó su arte, profundizó su concepción original de la obra y amplió sus posibilidades. Allí se enfatiza el protagonismo de la pareja de Don Quijote y Sancho; allí se convierten en personajes de libros y se abren los caminos de la metaficción; allí el humor se refina, se vuelve más irónico y ya no es el fácil de las primeras aventuras; allí Don Quijote adquiere otros matices, que harán posible la lectura romántica; allí se ahonda la humanitas –la noción de humanidad– cervantina, quizá el mejor rasgo de la obra.

Recordemos que el Quijote, para sus contemporáneos españoles, fue ante todo un libro cómico, de entretenimiento. A nadie se le hubiera ocurrido pensar que esta iba a ser considerada la mayor obra de la literatura hispánica (en el otro mundo, Góngora, Quevedo, Calderón, Lope, sobre todo Lope, deben estarse preguntando: “¿Cervantes? ¿En serio? ¿Cervantes?”). Pero el Quijote se fue de gira y, primero en Inglaterra y Francia, fue leído de otras formas, más fervorosamente incluso que en su propia patria, y esta admiración rebotada, junto con las condiciones propias del siglo XVIII español, lo comenzaron a convertir en un clásico. Sin embargo, sería el XIX el que le tenía reservada al Quijote la mayor aventura de todas las que le han ocurrido hasta la fecha: toparse con el Romanticismo alemán. Fueron los románticos alemanes quienes lo leyeron desde una óptica nueva y le dieron un sentido cuyas consecuencias perduran hasta la fecha. El Quijote ya no era más, o no solo, el libro cómico de un loco que se cree caballero andante: era la representación novelesca, en palabras de Schelling, de la lucha de lo Real con lo Ideal. El libro adquirió dimensiones insospechadas, incluso trágicas, que ni Cervantes ni sus contemporáneos entrevieron. Nietzsche lo resumió en La genealogía de la moral: “Hoy leemos todo el Quijote con un regusto amargo en la boca, casi como un tormento, y por eso a su autor y a sus contemporáneos les resultaríamos muy extraños, muy oscuros; ellos lo leyeron con la conciencia completamente tranquila, como el libro más divertido de todos, un libro que casi les hizo morir de risa”. Esta interpretación romántica –que va desde lo sublime hasta lo cursi– fue la dominante durante los siglos XIX y XX, y fue ella la que moldeó la imagen popular del héroe. A finales del siglo XX, y más que nada entre la crítica especializada (particularmente inglesa, con críticos como Anthony Close), volvió a hacerse la pregunta: ¿que no era este básicamente un libro cómico? En la lectura del Quijote, como en tantos otros planos, seguimos viviendo un lento reflujo del Romanticismo y, a principios del siglo XXI, entramos en tierra desconocida. Llego así a la cuestión que me interesa plantear (sería demasiado pretender contestar). Es evidente que la lectura romántica del Quijote se ha agotado y que fue esta la que lo impulsó en los últimos doscientos años, entonces: ¿hacia dónde va el Quijote ahora?, ¿cuál será el Quijote del mañana?

Engañosamente, tendemos a pensar que una obra clásica o canónica lo ha sido y lo será siempre, como si no fuera resultado, precisamente, de un proceso histórico. Ni el Quijote, ni ningún otro clásico, lo fueron siempre y bien pueden dejar de serlo (en el sentido de que dejen de ser libros vivos, o sea, leídos efectivamente por un gran número de lectores). Ha ocurrido antes en la historia literaria: una obra, que en su momento o durante mucho tiempo, dijo algo importante a generaciones de hombres, comienza a retroceder, a perder relevancia, los lectores dejan de verse reflejados en ella y se convierte –melancólico destino– en patrimonio de eruditos y especialistas. Incluso dentro del parámetro relativo de los clásicos hay diferencias: Homero, digamos, lleva más de dos mil quinientos años hablándole a los hombres (no sin paréntesis y lagunas); Cervantes, Shakespeare, Montaigne, por mencionar tres eminentes modernos, apenas unos cuatrocientos. ¿Sobrevivirán mil, mil quinientos, dos mil? ¿Por qué estamos tan seguros?

Y, sin embargo, creo que el Quijote nos seguirá acompañando mucho tiempo. Presiento que la apoteosis de su lectura, marcada por el Romanticismo, ha pasado y que el Quijote que vendrá será un Quijote más humilde, más sereno, más humano: más cervantino. Seguirá siendo un libro fundamentalmente cómico, no el de las carcajadas que las burlas y palizas que padece su protagonista provocaban a sus contemporáneos, pero si el de la risa y, sobre todo, el de la sonrisa. En tanto lo propio del hombre sea reír –como quería ese otro padre de la novela moderna, tan afín a Cervantes, Rabelais–, el Quijote perdurará. Creo, además, que la característica que define la obra y mejor asegura su posteridad no es el idealismo quijotesco con el que de diversos modos se encandiló el Romanticismo, sino el humanismo cervantino: esa humanitas que atraviesa toda la obra, que irradian prácticamente todos sus personajes, y que está hecha de una mezcla de benevolencia, alegría, sentido del humor, ironía, compasión y, en general, una magnánima comprensión de todo lo humano.

¿Hacia dónde va, pues, el Quijote? ¿Su camino es de regreso? ¿O apenas salió? Como todo verdadero clásico, no pertenece solo al pasado, sino al futuro: está por venir.

Publicado originalmente en http://www.letraslibres.com/revista/libros/hacia-donde-va-el-quijote

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La muerte de mi hermano Abel de Gregor von Rezzori

Aristócrata, dandy, sibarita, apátrida, cosmopolita, casanova, guionista, actor, novelista, Gregor von Rezzori (1914-1998), fue un excepcional compañero de viaje y testigo del siglo XX europeo. Proveniente de la periferia del continente, Chernivtsi –ex Austria-Hungría, ex Rumania, ex Unión Soviética, hoy Ucrania, mañana quién sabe–, de orígenes italianos, de lengua alemana, radicado largamente en París, Rezzori fue un hijo legítimo, no de una mera nación, sino de Europa, especialmente de Mitteleuropa. La publicación en español, cuarenta años después de su aparición en alemán, de su obra más ambiciosa, La muerte de mi hermano Abel, admirablemente traducida por José Aníbal Campos, es un acontecimiento editorial que nos obliga a replantear el panorama de grandes narradores del siglo: hay que irle haciendo hueco a Rezzori.

En la tradición de Joseph Roth, Arthur Schnitzler, Robert Musil, Franz Kafka o Italo Svevo, Rezzori pertenece a la gran literatura centroeuropea que floreció alrededor del imperio Austro-Húngaro. En La gran trilogía –compuesta por Un armiño en ChernopolMemorias de un antisemita y Flores en la nieve– da un vívido testimonio de los restos de ese mundo variopinto, fértil mezcla de naciones, lenguas y culturas. En particular en las Memorias, quizá su obra más lograda (traducida, por cierto, por Juan Villoro, uno de los principales divulgadores de Rezzori en el ámbito hispánico), se encuentran dos de las virtudes más notables del autor: una prodigiosa capacidad de narrar acciones, a lo Stendhal, y un proustiano poder de evocación. La memoria es el eje central de la obra de Rezzori, cronista de un mundo perdido. Sin embargo, este no es solamente el del viejo imperio o el de Europa Central, sino el de Europa, a secas.

La muerte de mi hermano Abel es, entre muchas cosas, una elegía: la elegía de un continente y una cultura. Rezzori ve con comprensible horror la progresiva americanizaciónde Europa a costa de su diversidad: “el mismo hotel Hilton desde Madrid hasta Oslo, las mismas áreas de servicio en las gasolineras de las autovías, el mismo aeropuerto, las mismas juke-boxes desde Bückeburg hasta Calabria, los mismos supermercados, las mismas camisetas sobre las tetitas de las jóvenes, la misma cruda luz de neón en las noches en las que el cielo se petrifica sobre las ciudades fálicas” (p. 314). El fenómeno aparece encarnado en el editor-mercader Jacob G. Brodny, a quien el narrador dirige una larguísima carta que constituye la primera parte del libro y que en un típico desplante de estupidez editorial le ha pedido que resuma su novela en tres frases: “usted, mister Brodny, el americano modelo… usted no solo devoraba allí su paté de tordo, sino un plato llamado Yiúrop. Lo que untaba usted allí… no era ya, simplemente, paté de tordo, sino paté de Europa: su espíritu, su alma, su ilusión; su antigua maestría artística, su inagotable variedad de formas, la manera en que su espíritu ha impregnado esa riqueza de formas, la esencia de su ser. Y usted la estaba devorando, ahora, sin embargo, perfeccionada por las técnicas de Walt Disney, congelada y empaquetada en plástico, con los colores de confeti de Time & Life. ¡Aquello sí que era un banquete!” (p. 314).

La muerte de mi hermano Abel es también una novela sobre una novela; más precisamente, sobre la imposibilidad de escribir una novela. El narrador, Aristides Subicz, alter ego de Rezzori, ha ido juntando materiales durante toda su vida: capítulos, borradores, fragmentos, frases sueltas, etc., pero ha fracasado cada vez que ha intentando armar algo coherente con todo eso. El resultado final sigue siendo el testimonio de ese fracaso, pero, al mismo tiempo, su refutación. A diferencia de las Memorias de un antisemita, donde Rezzori sometió por completo a la forma, en esta obra –mucho más ambiciosa y compleja, claro– se ve desbordado por ella, pero uno acaba preguntándose si podía ser de otro modo, si intrínsecamente la novela no exigía ser este colosal amasijo narrativo.

Hay una razón de fondo para este caos. En última instancia, Subicz-Rezzori está buscando representarse a sí mismo: “porque escriba lo que escriba, siempre, a la larga, me escribo a mí. Cualquier cosa que narro, siemprea la largame narro a mí. En otras palabras: no soy yo quien vive mi vida, mi libro me vive” (p. 339). Montaigne, autor del primer gran autorretrato literario de la Modernidad, habría sonreído: en efecto, cuando el libro que escribes no es un accesorio tuyo, sino que eres tú, ¿qué forma puedes darle?, ¿cómo fijarlo?, ¿cuándo termina? A fin de cuentas, el drama de Rezzori es el de todo gran escritor moderno, desde el Señor de la Montaña hasta Fernando Pessoa, o sea, la fragmentación del yo, la múltiple otredad del uno: “¿Qué soy en realidad?… Claro que soy a veces lo uno y a veces lo otro, o todo al mismo tiempo… Pero sea lo que fuere ese yo, es algo que puede decirse, expresarse, que coagula en algo que luego cobra forma: excepto ese resto inefable que en realidad soy YO. Y ahora pregunto: ¿cuánto texto es necesario para, dentro de las posibilidades del hombre, expresar una sola con absoluta claridad, de un modo inconfundible?” (pp. 511-512).

En medio del desasosiego de la disolución del yo y la desesperada tarea de escribirlo, hay algo que redime a Subicz-Rezzori y que me parece su mejor rasgo: su exuberante vitalidad (insuperablemente expresada en su erotismo: Rezzori es, ya lo observó Claudio Magris, un gran poeta del eros), su sensualidad; su alegre, franca e irónica afirmación de la vida, aun en las condiciones más adversas, como explica a su “hermano Abel”, Schwab: “YO ACEPTO ESTA EXISTENCIA EN CONDICIONES RIDÍCULAS CON HUMILDAD Y GRATITUD. Eso es lo que yo TENGO y por lo que SE ME OTORGA. Sigo siendo, como antes, aquel lobo de Besarabia: lanzo mordiscos rabiosos a mi alrededor, me muerdo los costados… y me arrastro en tres patas, cojeando de un lado a otro, agradecido por ESTAR VIVO” (p. 605).

Frente a la inocencia y la ingenuidad más bien bobas del Abel bíblico, Caín representa la complejidad y la conciencia del hombre. Es el héroe problemático, contradictorio, desesperado, lúcido: nuestro verdadero hermano.

Publicado originalmente en Letras Libres (http://www.letraslibres.com/revista/libros/vida-de-cain).

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Nietzsche: advertencia a leedores

De todo lo escrito yo solo amo aquello que alguien escribe con su sangre. Escribe tú con sangre: y te darás cuenta de que la sangre es espíritu.

            No es cosa fácil el comprender la sangre ajena: yo odio a los ociosos que leen.

“Del leer y el escribir”, Así habló Zaratustra

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Nietzsche: Hay que aprender a amar

Hay un admirable fragmento en La gaya ciencia (334, “Hay que aprender a amar”) que habla de la música, pero que podría aplicarse al acto de leer un gran texto y, en general, a todo verdadero acto de lectura (de un libro, un cuadro, una sinfonía) y, más allá, de amor. Describe puntualmente las etapas que atravesamos cuando nos confrontamos con una gran obra: el esfuerzo necesario, la paciencia, la familiaridad y la recompensa final. Toda genuina lectura es, desde luego, un acto de amor y hospitalidad:

Lo mismo nos pasa con la música: primero se tiene que aprender a oír una figura, una melodía en general, a saber detectarla, a distinguirla, a aislarla y a delimitarla como si tuviera una vida aparte; luego, a pesar de su extrañeza, se requiere de algún esfuerzo y buena voluntad para soportarla, paciencia frente a su mirada y expresión, practicar la generosidad frente al aspecto sorprendente que hay en ella: –finalmente, llega el momento en el que nos hemos familiarizado con ella, en que la esperamos, intuimos que, si nos faltase, la echaríamos de menos; sigue ejerciendo más y más su presión y encanto y no termina hasta que nos hemos convertido en su humilde y seducido amante, quien no quiere nada más del mundo que a ella y solo a ella. Pero esto no solo nos pasa con la música: así es precisamente como hemos aprendido a amar todas las cosas que ahora amamos. Siempre acabaremos siendo recompensados por nuestra buena voluntad, por nuestra paciencia, justicia, dulzura, frente a lo extraño, cuando lo extraño se quita lentamente su velo y se revela con toda su nueva e indecible belleza: no es sino su agradecimiento por nuestra hospitalidad. Pero quien también se ama a sí mismo lo habrá aprendido haciendo este camino: porque no hay ningún otro. También hay que aprender a amar.

Pocos fragmentos revelan mejor la humanidad de Nietzsche (y su mejor humanidad) que este. Amar, en efecto, amar genuinamente cualquier cosa, es un proceso. La hospitalidad final es recíproca: hemos recibido al objeto amado en nosotros, pero este, a su vez, acepta recibirnos a nosotros. Aplica para los grandes textos –las obras de arte, en general– y más aún, quizá, para las personas. Amar es leer al otro.

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Nietzsche: advertencia a posmodernos

Ser profundo y parecerlo.–Quien se sabe profundo, se esfuerza por alcanzar la claridad; quien pretende parecer profundo a la multitud, se esfuerza por alcanzar la oscuridad. Pues la multitud considera profundo todo aquello cuyo fondo no alcanza a ver. De ahí que sea tan miedosa y deteste zambullirse en el agua.

La gaya ciencia, 173

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